Belleza raybradburiana






En referencia a la tragedia del transbordador espacial STS-107 Columbia. Febrero 2. 2003 


¡Qué espectáculo cósmico! Qué pureza visual fundiendo, en la metáfora del fuego interior, a los mismísimos toltecas con los modernos héroes trágicos. Un punto ígneo desplazándose que, como nos enseñara Kandinski, dibuja una línea blanca interminable en el rabiosamente azul cielo de Texas. ¡Que modo de morir acercándote a los dioses!

Vas a seis kilómetros por segundo pero casi no te das cuenta que te mueves. Seleccionas la ventana de reentrada. Sientes una vibración muy sutil que va en aumento hasta que toda la nave recibe una serie periódica de breves sacudidas. En menos de media hora estarás en tierra, ciento cincuenta kilómetros más abajo. Entonces hay un par de indicadores de alarma en los mandos, te giras y te envuelve un súbito resplandor.

Como diría Horacio Guaraní plagiando a Atahualpa Yupanki: volver a la tierra, pero no en abono de viñedo para renacer en vino, sino derramándose en polvo cósmico. Volver a la tierra con algo de las estrellas. Nada de crematorio público, una urna bien de precio y espolvoreado de las cenizas sobre un prado o desde un muelle de pesca... de un modo embarazoso, en pequeña escala y casi a escondidas. Qué mejor que una cremación por fricción atmosférica, a la vista de todo el mundo, sobre una trayectoria escogida de antemano para derramarse a lo largo de varios cientos de kilómetros.

Habría que proponerlo como ceremonia fúnebre de estadistas o grandes hombres –Nelson Mandela, Bruce Springteen, el Papa– o abierta a la iniciativa privada de los grandes frívolos como Michel Jackson o Georges W. Bush. No sólo es exaltación del ego e importancia personal. También resuelve el problema de volver a la tierra de quienes han estado en varios lugares queridos. Y entonces, la gente que se interesase podría salir al amanecer, o a la media mañana –al mediodía no, para no desmerecer visualmente el fenómeno– pero durante el crepúsculo o por la noche sería extraordinario. Elevar la vista a la fugaz lengua de fuego, allá en el firmamento... y tener momentos consecutivos de belleza, de silencio, de misterio, de discernimiento y de esperanza. Con los ojos súbitamente paralelos casi enfocando el infinito. Mientras allá arriba, el cacharro brulante con el fiambre, el suicida, o el mago si fuera el caso, se va desarmando y precipitándose a tierra en una franja que une varias ciudades.

Ahí está el problema que, si las dos o más ciudades están muy alejadas o no alineadas en una recta, el asunto se complica y desdibuja. En esos casos hay que elegir –con un buen geógrafo astronáutico– una ventana de reentrada que garantice un llamemos "tobogán de aspersión". Por ejemplo, en mi caso lo primero que tendría que decidir sería entre Europa y Sudamérica. Pongamos que fueran las Américas, no estaría mal elegir un itinerario que arrancara en una ventana de reentrada entre Valdez y Bahía Blanca, por decir algo, para asegurar una franja de visualización-aspersión que siguiera más o menos la rutas sumadas del Cóndor y la vieja Ablo-General Urquiza. Entonces, luego de la pirotecnia, alguien encontraría las gafas semifundidas entre las piedras de La Perla al lado del barcito de playa San Sebastián, un barbel cerca de Aeroparque, un par de anillos en el Parque Independencia y una varilla rara, con un tornillo en la punta –que resultaría uno de esos ingenios que ponen dentro del hueso para quebraduras de tibia– clavada en aquel árbol histórico frente al Panteón de los Héroes.

[Barcelona, febrero 2003]

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