El fosfenista








Era la época adolescente en que estaba desarrollando la habilidad de poner motes inapelables. Con mi hermano nos divertíamos llamándolo Pedro Picapiedra, pero lo que queríamos decir era tosco, necio, primitivo, desfasado y simplón. Lo veíamos como un hombre de otra época, plano en su horizonte del trabajo rutinario, sus anécdotas de muchachón con los colegas y sus fantasías difusas de proyección económica, resumidas en la figura de “pasar al frente”. Tenía, sin embargo, sus facetas remarcables como la facilidad para ejecutar instrumentos musicales y cierta familiaridad con lo paranormal. Sólo estas cualidades ya habrían bastado para verlo con otros ojos, pero de alguna manera eran propias del linaje familiar: la abuela tocaba el acordeón, el abuelo era un espiritista renombrado y entre las tías, si bien algunas tocaban acordeón y otras eran espiritistas, todas se consideraban brujas.

Ocurrió en esa época petulante en la que hay que empezar asumir tanto opiniones como posiciones propias, cosa que conlleva discusiones familiares que rayan lo doloroso y que, inevitablemente, se saldan con la sigilosa degradación del otro. En un raro momento de calma mientras comíamos, comentó los experimentos que estaba realizando. Eran cosas que hacía de madrugada, cuando volvía a casa luego del trabajo. Mi madre le dejaba preparado algo liviano, como arroz con leche o una sopa y, antes de irse a la cama, se asomaba a la ventana a fumar un último cigarrillo. Vivíamos en el último piso de un edificio desde donde se escuchaba el rumor del mar y el lavadero daba a un aire y luz que se abría al cielo. Debe haber sido prolongando esos momentos de silencio, o simplemente de vacío frente a las estrellas, que el hombre advirtió los primeros movimientos que, por irregulares, contradecían la mecánica celeste.

–Sí, son satélites –repliqué ufano– se ven a simple vista desde tierra.

–Claro que se ven –contestó– pero el satélite pasa puntualmente a su hora, se mueve en línea recta y, sobre todo, no acelera.

–Lo que pasa –diserté como flamante universitario– es que si no hay un punto de referencia cualquier estrella, o simplemente cualquier cosa en una sala oscura, parece moverse… es una ley conocida de la percepción.

–¡Ahí vamos! justamente por eso coloco el postigo de la ventana como control, así he comprobado que las estrellas verdaderas no se mueven pero las otras, que no titilan, esas sí se mueven…

Habiendo dominado el debate con sólo recursos discursivos, sacó el tema del cronometraje del murciélago. Parece que el animal volaba hacia abajo por el aire y luz, siguiendo una trayectoria triangular hasta llegar a la planta baja, entonces ascendía nuevamente hasta la azotea siguiendo exactamente el camino inverso.

–Me oculto para que el bicho no me detecte y cuando lo oigo pasar frente a la ventana comienzo a contar hasta que pasa por segunda vez, entonces ¡ya le tengo tomado el tiempo! Cada vez que pasa saco rápidamente un plumero y de doy un toque. –y agregó dándose su lugar– no crean que se puede tocar a un murciélago en vuelo así nomás…

Esto ya era bastante desconcertante, pero yo sabía que los murciélagos, ciegos como eran, se guiaban por ultrasonidos como los aviones por su radar, así que lo pude asimilar con cierta condescendencia.

Ya que la conversación –es un decir– iba de experimentos y había logrado captar la atención y hasta el interés, se animó con el protocolo sobre el que estaba más empeñado: la visión en la oscuridad total. Había descubierto casualmente, sentado en la cama antes de acostarse, que cuando apagaba la luz, continuaba viendo las siluetas fosforescentes del velador, la superficie de la mesita de luz, la carpetita y hasta el cuadro colgado en la pared. El fulgor se debilitaba gradualmente hasta agotarse en las sombras de la habitación. Su primer logro fue ampliar y demorar la visualización hasta los tres minutos y medio, incluso, cuando ya aquella se desvanecía podía recuperarla haciendo un esfuerzo desde el interior de los ojos. Colocaba los cigarrillos, el mechero y los gemelos sobre la mesita y podía tomarlos con precisión. Pero el problema que al que en esta fase se enfrentaba era que, una vez quitados o desplazados, los objetos se continuaban viendo en la misma posición. Todo su afán se enfocaba ahora en lograr verlos mientras los movía.

Argumenté, ya tímidamente, sobre el efecto de la retención retiniana y las teorías del contraste sucesivo y del contraste complementario de Johannes Itten, pero no me pude recuperar de la impresión de haber quedado desarmado. El hombre no había completado su educación primaria pero, sin embargo, estaba embarcado una investigación propia que me dejó totalmente descolocado. Ya no llegué a replicar que su propósito estaba lastrado por una confusión entre visión y visualización que a mi ver lo haría fracasar, pero supe entonces algo que tardé años en poder articular en palabras. En aquel momento no tuve dudas que lo lograría, me sentí a su lado y deseé secretamente su triunfo. Esa fue la primera y, extrañamente, también la última vez que se habló del tema.

Muchos años después, más de treinta, un elfo amigo que hacía la ruta Menorca-Barcelona me alcanzó como al descuido unos folletos sobre fosfenismo, una técnica desarrollada por el médico Francis Lefebure a principios de los sesenta. El protocolo era el mismo, se trataba de, sentado frente a una lámpara con el interruptor en la mano, fijar la vista en la bombilla y luego apagar la luz. Sin aspiraciones de visión, durante la visualización de las imágenes residuales, o “fosfenos”, se ensayaban operaciones de “mental fitness” como dominio de si mismo, repasar los temas de examen u optimizar prestaciones personales. Me sobrevino un raro interés por el tema que extrañó a mis amigos. Lo rastreé en internet y encontré bastante documentación en francés, pero seguí dándole vueltas confusamente hasta caer en cuenta de que debía recapitularlo. Entonces traté de aproximarme a mi padre y lo evoqué sentado en la cama, con su mujer dormida al lado, percutiendo el interruptor del velador en el silencio sólo roto por el rugido de las motos en la avenida y los ocasionales disparos lejanos. El cuerpo en tensión interior, llevando toda la energía a los ojos abiertos en la oscuridad, sumergiéndose en ese fulgor espectral que se se encendía en la penumbra, explorando…

Me había mostrado ahí, en la misma mesa de fórmica de todos nuestros desencuentros, que nada impide abrir una rendija al misterio. Que, sea cual sea la circunstancia que te enreda, nunca –me oyes– nunca estás completamente atrapado.

Intuí, sin embargo en el fosfenismo otra metáfora que, como se me escapaba, me rondó largo tiempo. Un mediodía saliendo del metro, alcancé una respuesta como para cerrar el tema. “A fin de cuentas –me dije– todos somos fosfenistas: en algún momento encontramos algo que nos deslumbra y durante años, ponemos toda nuestra fuerza y fijeza en seguir viéndolo. Aunque si abrimos los ojos, aquello ya no está allí o es totalmente diferente.”

[Barcelona, marzo 2002]

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2 comentarios:

  1. No sé si todos... pero yo llevo años viendo una imagen que me deslumbró y ya no existe, esforzándome por evitar que se desdibuje, con los ojos apretados, sabiendo que ya no puede ser tal como fue pero deseando estar equivocado... fosfenismo en estado puro

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    1. Si la imagen es la que se impone, dicen que es el modo en que funciona el ensueño compensatorio... Aunque cuando es una imagen elegida, querida e inspiradora, también sería fosfenismo, pero se convierte en Propósito de vida. (Gracias por el comentario, Anónimo).

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